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(Recopilación Un estudio acerca de la esperanza del creyente)

“…porque ellos mismos cuentan de nosotros la manera en que nos recibisteis,
y cómo os convertisteis de los ídolos a Dios, para servir al Dios vivo y
verdadero, y esperar de los cielos a su Hijo, al cual resucitó de los muertos, a
Jesús, quien nos libra de la ira venidera” 1°. Tesalonicenses 1:9-10.
Amado amigo, amado hermano ¿sabes que el Señor Jesucristo está a punto de
volver; que Su regreso es inminente? Por doquier, millares de personas se
preocupan por este hecho solemne, y están persuadidos de que algo grave
debe acontecer pronto; aunque burladores y escarnecedores de los últimos
tiempos repitan: “¿Dónde está la promesa de su advenimiento? Porque desde
el día en que los padres durmieron, todas las cosas permanecen así como
desde el principio de la creación” (1°. Pedro 3:4), y que el siervo malo diga:
“Mi Señor tarda en venir” (Mateo 24:48). Sin embargo, “El que ha de venir
vendrá, y no tardará” (Hebreos 10:37); “Por tanto, también vosotros estad
preparados; porque el Hijo del Hombre vendrá a la hora que no pensáis”
(Mateo 24:44).
Estamos seguros de que existe, entre los que son del Señor, una creciente
convicción —basada en la Palabra de Dios— de que Cristo volverá pronto
para arrebatar a su amada Esposa (o sea, a todas las almas redimidas por Su
preciosa sangre), y llevarla a la “casa del Padre”, donde muchas moradas hay.
Amigo y hermano, este asunto —de gran solemnidad por lo que implica— ¿es
una viva realidad para ti? Si no es así, quiera el Espíritu Santo valerse de estas
breves palabras para despertar tu alma, para sacudir tu indiferencia o tu sopor
espiritual, no sea que viniendo el Señor de repente, ¡”os halle durmiendo”!
(Marcos 13:36).
Quisiéramos tratar este tema bajo los siguientes puntos:
1. La promesa del retorno de Jesucristo.
2. La Persona que viene.
3. El objeto de Su venida.
4. La preparación para Su venida.

01- La promesa del retorno de Jesucristo
Tiempo hubo en que la venida del Mesías como “Varón de dolores” era
todavía una profecía sin cumplir (Isaías 53). Tras este vaticinio se fueron
sucediendo las generaciones; surgían y desaparecían; el reino de Israel (las
diez tribus) y más tarde el de Judá fueron destruidos, y sus habitantes
diseminados o llevados en cautiverio. Sólo un residuo, unos pocos miembros
de la tribu de Judá, volvieron de Babilonia; pero el Mesías prometido no había
aparecido aún.
Vemos, cuatro siglos después, que la gran mayoría de los que regresaron de
Babilonia se habían asentado confortablemente en Jerusalén, olvidándose casi
por completo de Aquel que había de venir. De repente hubo una creciente
agitación en la ciudad: unos extranjeros, recién llegados, divulgaban la
asombrosa noticia de que el Rey de los judíos —prometido hace mucho
tiempo— había finalmente nacido. Del palacio de Herodes, pasando por los
sacerdotes del Templo, la noticia se propagó con rapidez entre el pueblo.
Pero, ¿cuál fue el resultado producido por semejante revelación? ¿Un cántico,
o clamor unánime de alabanzas a Dios por haber por fin cumplido Su palabra,
enviando al Mesías tanto tiempo esperado? ¿Irradiaba de gozo cada rostro?
¿Se estremecía de alegría cada corazón? ¡Al contrario! El cuadro que se nos
presenta es muy distinto: “El rey Herodes se turbó, y toda Jerusalén con él”
(Mateo 2:3). ¿Por qué? Si hubiesen conocido algo de las Escrituras tocante a
la venida del Mesías, hubieran entendido el vaticinio del profeta Isaías: “He
aquí que para justicia reinará un rey, y príncipes presidirán en juicio. Y será
aquel varón como escondedero contra el viento, y como refugio contra el
turbión; como arroyos de aguas en tierra de sequedad, como sombra de gran
peñasco en tierra calurosa” Isaías 32:1-2.
Ahora bien, aunque había en la ciudad una ingente multitud de personas que
se consideraban como “justas” ante Dios, muchos otros estaban convencidos
de no estar listos para presentarse delante del Mesías, el Justo por excelencia;
por consiguiente, lo que hubiera tenido que llenar el corazón de
agradecimiento y de gozo resultaba ser motivo de espanto y de turbación. Sin
embargo, preparados o no, Cristo había venido; había aparecido, no sólo como
el Mesías de Israel, sino como el “Salvador del mundo”, para revelar al Padre.
Lo que aconteció después de este episodio es de sobra conocido: odiado y
despreciado por los mismos que venía a salvar, el Hijo de Dios se encaminó al

Calvario donde, clavado en el vil madero, murió por manos inicuas. Pero al
tercer día resucitó.
Cuando Dios envió a su Hijo unigénito a este mundo, cumplió las promesas
hechas a Abraham, Isaac y Jacob. Por su parte, al condenar a Jesús, los judíos
cumplieron las palabras de los profetas acerca de los sufrimientos del
Salvador: “Porque los habitantes de Jerusalén y sus gobernantes, no
conociendo a Jesús, ni las palabras de los profetas que se leen todos los días
de reposo, las cumplieron al condenarle … Y nosotros —prosigue el apóstol—
también os anunciamos el evangelio de aquella promesa hecha a nuestros
padres, la cual Dios ha cumplido a los hijos de ellos, a nosotros, resucitando
a Jesús …” Hechos 13:27, 32-34.
Poco antes de Su muerte, el Señor —Objeto de las promesas— dejó también
una promesa. Tras haber salido el traidor del aposento alto, y rodeado de Sus
discípulos, Cristo les muestra la terrible sombra de la cruz que iba alargándose
sobre ellos. ¡Qué momento más solemne! Imaginemos el dolor reflejado en el
rostro de los discípulos al inclinarse hacia el Maestro amado para escuchar Sus
palabras de despedida: “No se turbe vuestro corazón, creéis en Dios, creed
también en Mí”. Es como si hubiera dicho: “Habéis creído en Dios sin haberle
visto; ahora, cuando ya no me veréis, seguid teniendo igual confianza en Mí.
Dios os hizo una promesa, anunciándola por boca de los profetas, y la cumplió
fielmente al enviarme. Yo asimismo os hago una promesa, y tened confianza
en que también la cumpliré”
¿Cuál es, entonces, esta nueva promesa? Leyendo atentamente el Evangelio
según Juan 14, la hallaremos entre los primeros versículos: “En la casa de mi
Padre muchas moradas hay; si así no fuera, yo os lo hubiera dicho; voy, pues,
a preparar lugar para vosotros. Y si me fuere y os preparare lugar, vendré
otra vez, y os tomaré a mí mismo, para que donde yo estoy, vosotros también
estéis” (vv. 2-3). No hay el menor motivo para suponer que la “venida”
mencionada por el Señor en estos versículos aluda a la “muerte”; creerlo sería
cometer la peor de las equivocaciones.
Tomemos un ejemplo para ilustrar la diferencia entre ambas cosas. Un padre
amante y cariñoso lleva a su hijo a una ciudad lejana donde, por mucho
tiempo, el joven tendrá que vivir solo. Al separarse, el padre comprende la
lucha interna de su hijo para reprimir sus lágrimas, y le consuela diciendo:
“Ten confianza, hijo mío, ahora tengo que dejarte, pero vendré el primer día
de vacaciones y nos iremos juntos a casa” ¿Cabe suponer que el joven haya

tenido la menor duda acerca de la promesa hecha por su padre? Pues bien, del
mismo modo, las palabras que el Señor dirigió a sus discípulos desconsolados
no pueden prestarse a equivocación alguna. No dijo: “ahora voy al cielo,
vosotros moriréis, y después de esto os reuniréis conmigo”, sino: “vendré otra
vez, y os tomaré a Mí mismo”.
En cuanto a los creyentes que duermen en Cristo, la Escritura dice que se han
ausentado del cuerpo para estar “presentes al Señor” (2°. Corintios 5:8).
Mientras que cuando se trata de la vuelta del Señor, en vez de “estar ausentes
del cuerpo”, o de “ser desnudados” de nuestra casa terrestre, leemos que
seremos “transformados”; y en Filipenses 3:21, que el Señor “transformará el
cuerpo de la humillación nuestra, para que sea semejante al cuerpo de la
gloria suya”. En un momento, en un abrir y cerrar de ojos, al sonar la última
trompeta, los muertos en Cristo resucitarán primero, y los que vivimos
seremos transformados. Vemos por lo tanto que la venida o regreso del Señor
no debe confundirse con la muerte: es exactamente lo contrario de ella; es la
aniquilación o abolición de todo cuanto ha hecho la muerte —desde que entró
en este mundo— en los cuerpos de los que son hijos de Dios; será el triunfo
definitivo de Cristo sobre la muerte, victoria que compartiremos todos los que
somos suyos.
02- La persona que viene
Muchos de los que saben algo acerca de la “doctrina” de la segunda venida de
Cristo parecen tener su mente llena de “señales” y “acontecimientos” que
creen cumplidos ya, que están verificándose, o que se realizarán pronto. Ello
se debe a que dichas personas se ocupan de los “sucesos” en vez de la misma
Persona que viene.
Una madre viuda está en el muelle de un puerto con la mirada clavada en el
horizonte. Ha oído decir que regresarán tres barcos con tropas, tras una
victoriosa campaña en ultramar. Entre los soldados está su hijo, a quien espera
ardientemente. Se hacen muchos preparativos para la gran revista que se
verificará en cuanto los héroes bajen a tierra. Pero estas cosas no tienen gran
atractivo para ella. Las bandas militares, las banderas que ondean, los arcos de
triunfo y los brillantes uniformes de gala podrán satisfacer la curiosidad del
mero espectador; pero ella espera a su propio hijo. Día y noche, desde su
partida, ha deseado e invocado vivamente su retorno. ¿Y qué podrá brindarle
la mayor felicidad? El verle sano y salvo. Desde luego que nada tiene que
objetar a los honores que se rendirán a su hijo, ya que le cree digno de ellos,

pero todo esto ocupa un lugar secundario en el corazón de la madre; sólo ansía
el momento de estrecharle en sus brazos.
Amado oyente, puede que en nuestros tiempos estén sucediendo cosas que nos
estén indicando que no está lejano el día en que, en palabras del profeta
Malaquías, “nacerá el Sol de justicia, y en sus alas traerá salvación” para
aquellos del pueblo de Israel que temen a Jehová; mientras que para los
impíos será “el día ardiente como un horno”, en el cual “todos los soberbios y
todos los que hacen maldad serán estopa; aquel día que vendrá los abrasará”
Malaquías 4:1-2. Pero la esperanza inmediata del creyente no es ese “día
grande de Jehová, cercano y muy próximo…”, ni tampoco “el Sol de
Justicia”, sino —según las propias palabras de Jesús— “la Estrella
resplandeciente de la mañana” Apocalipsis 22:16. Ahora bien, la estrella de
la mañana apunta en el horizonte antes de la salida del sol, y algunas veces un
tiempo considerable separa ambos eventos.
Precisamente será entre la venida del Señor cual “Estrella de la mañana” y el
momento en que aparecerá como “Sol de justicia” que caerán sobre la tierra
los juicios descritos en Apocalipsis. Entonces surgirá aquella terrible
personificación de suprema maldad y anarquía, el “hombre de pecado”, el
“hijo de perdición”, “aquel inicuo”: el Anticristo (2°. Tesalonicenses 2:8).
Será “el tiempo de angustia —o de la apretura— para Jacob” Jeremías 30:7, y
el de la “gran tribulación” (Mateo 24:21); pero un residuo será preservado en
medio de todo, del mismo modo que lo fueron los tres jóvenes hebreos
echados en el horno por orden de Nabucodonosor (Daniel 3). Entonces, los
que sólo aparentemente profesan el cristianismo, los que ahora no “no
recibieron el amor de la verdad para ser salvos”, se verán abandonados por
Dios, entregados a una eficaz “poder engañoso, para que crean la mentira, a
fin de que sean condenados todos los que no creyeron a la verdad, sino que se
complacieron en la injusticia” 2°. Tesalonicenses 2:11-12. Se harán milagros
e innumerables señales del carácter más espantoso, habrá abundancia de
dolores, y lo que verán y oirán aterrorizará a los más valientes: “en aquellos
días los hombres buscarán la muerte, pero no la hallarán; y ansiarán morir,
pero la muerte huirá de ellos” Apocalipsis 9:6.
Pero es necesario recordar que lo antedicho sucederá después, no antes del
arrebatamiento de la Iglesia, la Esposa celestial de Jesús. ¡Cuán a menudo
olvidamos que es Él mismo que viene presto para reunir a Su alrededor a los
que rescató! Mirar los acontecimientos en vez de mirar a Jesús priva al
corazón de esa dicha y de esa lozanía que es la verdadera porción de nuestra
esperanza celestial. Demasiado ha logrado Satanás al presentarnos la segunda
venida del Señor como una amenaza terrible y justiciera, mientras que fue la
consolación más eficaz para los discípulos abatidos, como hemos visto en

Juan 14. Y cuando, años más tarde, el apóstol Pablo escribe su primera carta a
los recién convertidos en Tesalónica —que estaban padeciendo pruebas y
persecuciones—, añade esta frase, corta pero significativa, a lo que les dice
acerca del retorno de Cristo: “Alentaos los unos a los otros con estas
palabras” 1°. Tesalonicenses 4:18.
Examinemos, pues, estas frases de aliento que, bajo la inspiración divina, él
les dirigió: “Porque el Señor mismo con voz de mando, con voz de arcángel, y
con trompeta de Dios, descenderá del cielo; y los muertos en Cristo
resucitarán primero. Luego nosotros los que vivimos, los que hayamos
quedado, seremos arrebatados juntamente con ellos en las nubes para recibir
al Señor en el aire, y así estaremos siempre con el Señor” (1°. Tesalonicenses
4:16-17).
Notemos que era el Señor mismo en su perfecta humanidad, como Hombre
viviente, que iba a descender del cielo, y al que debían encontrar en las nubes.
Al convertirse, supieron los tesalonicenses que “ese mismo Jesús” que los
había salvado y librado de la ira venidera por Su muerte y resurrección, iba a
volver. La epístola nos dice que se habían convertido (esto es, se habían
tornado, vuelto definitivamente) “de los ídolos a Dios, para servir al Dios
vivo y verdadero, y esperar de los cielos a su Hijo” 1°. Tesalonicenses 1:9-
10. Su esperanza no estaba pues cifrada en algún acontecimiento profético,
sino en la misma Persona del Hijo de Dios. Escribiendo a los filipenses, el
apóstol Pablo les recuerda que “nuestra ciudadanía (o sea, nuestra verdadera
nacionalidad) está en los cielos, de donde también esperamos al Salvador, al
Señor Jesucristo”; es decir, a Jesús en su carácter de Salvador; una Persona
conocida, amada y en la que confiaban plenamente. Pero allí donde no se
confía en Él y donde no se reconoce su autoridad, no es extraño que la noticia
de Su próxima venida traiga turbación, como ocurrió en la religiosa Jerusalén
de entonces.
Pero, amado lector, no debería ser así contigo. Sin duda alguna, debemos ser
conscientes acerca de nuestra manera de andar en esta tierra, a fin de que
seamos más semejantes a Aquel que pronto viene. Y así sucederá si tomamos
a pecho la promesa de Su venida, según leemos: “todo aquel que tiene esta
esperanza en él, se purifica a sí mismo, así como él es puro” 1°. Juan 3:3.
Además, no olvidemos nunca lo que nos dice el apóstol Pablo en 2°.
Corintios 5:10, “porque es necesario que todos nosotros comparezcamos
ante el tribunal de Cristo”, cuando todas nuestras acciones se pondrán de
manifiesto y cada uno recibirá según lo que hubiere hecho; eso será como la
gran revista, el desfile militar al cual hemos aludido antes.

Esa manifestación tendrá lugar cuando hayamos llegado al cielo. Pero al igual
que los soldados que visten sus más hermosos uniformes para el desfile,
nosotros, ante su tribunal, apareceremos revestidos de un cuerpo semejante al
Suyo; habremos “resucitado en gloria” (1°. Corintios 15:42-44). Por
consiguiente, el creyente no tiene nada que temer en cuanto al cumplimiento
de este su deseo, aunque haya mucha necesidad de humillación y ejercicio
para los más fieles de entre nosotros.
Ahora bien, ¿por qué habría no habría de ser glorioso y esperanzador para ti y
para mí cuando oímos hablar del retorno del Señor? ¿No experimentamos,
acaso, la dulzura de Su amor? ¿No es Él quien sufrió y murió por nosotros?
¿No nos ha guardado a lo largo del camino, desde el día que le conocimos,
llevando nuestras cargas, socorriéndonos, simpatizando en nuestros dolores y
restaurándonos después de muchas caídas? Difícilmente podríamos expresar la
intensidad de Su amor para con nosotros. Amados hermanos, cuando
pensamos en Él, ¿no arden nuestros corazones con el deseo de verle?
Hace poco decía una hermana en Cristo: “cuando pienso en la venida del
Señor, mi corazón arde de alegría”. Así tendría que ser para todos nosotros.
Una niña de once años decía, tras volver de un recado: “Mamá, al cruzar la
calle, veía las nubes correr tan de prisa que me paré mirarlas, pensando que
si el Señor volviera ahora mismo, quisiera ser yo la primera en verle”. ¿Cuál
era el secreto de la paz y felicidad de esta niña, cuando sola —al anochecer—
meditaba en el regreso de Cristo? Sencillamente esto: conocía a la Persona
esperada y confiaba en ella; la amaba aunque no la había visto; sabía que por
su muerte expiatoria todos sus pecados estaban no sólo perdonados, sino
también olvidados para toda eternidad.
¿Hacen falta pruebas? En Hechos 1:11, es claro lo que los dos ángeles
dijeron a los discípulos en el monte de los Olivos. El Señor acababa de
dejarles, ascendiendo al cielo, y habiéndoles demostrado de modo tangible que
Él no era un espíritu, algún aparecido, sino un Hombre viviente, de carne y
hueso, al que podían tocar y palpar. Y los ángeles añaden: “Varones galileos,
¿por qué estáis mirando al cielo? Este mismo Jesús, que ha sido tomado de
vosotros al cielo, así vendrá como le habéis visto ir al cielo”.
¡Veinte siglos en la gloria no le han cambiado en absoluto! La misma Persona
que Marta fue a encontrar, tras la muerte de su hermano, es la que esperamos
nosotros; y si hemos de “dormir” antes que Él vuelva, Aquel que es “la
Resurrección y la Vida”, que dijo: “Nuestro amigo Lázaro duerme; mas voy
para despertarle”, nos despertará también en Su venida, para que —al igual
que Lázaro— nos sentemos a Su mesa, en las mansiones celestiales.

Así, ¿por qué deberíamos sentir temor al saber que tal Amigo viene en breve a
llevarnos? “Ciertamente vengo en breve…” es la feliz promesa que nos dejó.
A la vista de semejante amor, ¿no suscitará nuestro afecto por Él esta
exclamación en nosotros: “¡Amén, sea así! ¡Ven, Señor Jesús!”? (Apocalipsis
22:20).
03- El objeto de su venida
Es preciso comprender que una vez que el Mesías fue rechazado y crucificado
por su propia nación, Dios reveló al apóstol Pablo lo que la Escritura llama el
“misterio”, “encubierto desde tiempos eternos” (Romanos 16:25), y
“escondido desde los siglos en Dios” (Efesios 3:9). Este designio que existía
en el corazón de Dios —además de lo revelado en el Antiguo Testamento—
era el de preparar una Esposa para su amado Hijo; Esposa que había de ser
formada por la unión “en un solo cuerpo” (la Iglesia), de judíos y gentiles
salvados, unidos por el Espíritu Santo a Cristo, su Cabeza glorificada en el
cielo: “Y él [Cristo] es la cabeza del cuerpo que es la iglesia, él que es el
principio, el primogénito de entre los muertos, para que en todo tenga la
preeminencia” Colosenses 1:18-19. “Y [el Padre] sometió todas las cosas
bajo sus pies, y lo dio por cabeza sobre todas las cosas a la iglesia, la cual es
su cuerpo, la plenitud de Aquel que todo lo llena en todo” Efesios 1:22-23.
“Que los gentiles son coherederos y miembros del mismo cuerpo, y
copartícipes de la promesa en Cristo Jesús por medio del evangelio” (Efesios
3:6). “Porque somos miembros de su cuerpo, de su carne y de sus huesos. …
Grande es este misterio; mas yo digo esto respecto de Cristo y de la iglesia”
(Efesios 5:30, 32).
Para que comprendamos mejor este asunto, conviene observar que, debido a
que el Señor fue rechazado, quedaron sin cumplirse numerosas promesas del
Antiguo Testamento referente a las bendiciones del pueblo de Israel y de la
tierra en general. Citemos, por ejemplo, las profecías de Isaías acerca del
reinado del verdadero Hijo de Isaí: “Morará el lobo con el cordero, y el
leopardo con el cabrito se acostará; el becerro y el león y la bestia doméstica
andarán juntos, y un niño los pastoreará. La vaca y la osa pacerán, sus crías
se echarán juntas; y el león como el buey comerá paja. Y el niño de pecho
jugará sobre la cueva del áspid, y el recién destetado extenderá su mano
sobre la caverna de la víbora. No harán mal ni dañarán en todo mi santo
monte; porque la tierra será llena del conocimiento de Jehová, como las
aguas cubren el mar” Isaías 11:6-9. El cap. 35 del mismo libro nos dice: “Se
alegrarán el desierto y la soledad; el yermo se gozará y florecerá como la

rosa. … La gloria del Líbano le será dada, la hermosura del Carmelo y de
Sarón. Ellos verán la gloria de Jehová, la hermosura del Dios nuestro”.
Y Amós describe estas bendiciones con estas palabras: “He aquí vienen días,
dice Jehová, en que el que ara alcanzará al segador, y el pisador de las uvas al
que lleve la simiente…” Amos 9:13-15. Mientras que Miqueas 4:3 añade:
“Martillarán sus espadas para azadones, y sus lanzas para hoces; no alzará
espada nación contra nación, ni se ensayarán más para la guerra”, además
dice la biblia dice; “La tierra será llena del conocimiento de la gloria de
Jehová” Habacuc 2:14. Luego, en relación con la restauración de Israel en su
tierra, testifica Isaías 11:12: “Y levantará pendón a las naciones, y juntará los
desterrados de Israel, y reunirá los esparcidos de Judá de los cuatro confines
de la tierra”. Leemos además en Jeremías 23:5-6; Ezequiel 36:24, y
Jeremías 31:10: “He aquí que vienen días, dice Jehová, en que levantaré a
David renuevo justo, y reinará como Rey, el cual será dichoso, y hará juicio y
justicia en la tierra …” — “Y yo os tomaré de las naciones, y os recogeré de
todas las tierras, y os traeré a vuestro país” — “El que esparció a Israel lo
reunirá y guardará, como el pastor a su rebaño” …
Observando atentamente estos pasajes y cotejándolos con otros semejantes,
hallaremos que el cumplimiento de esas profecías no es el resultado de la
conversión del mundo por la predicación del Evangelio, sino de los juicios que
precederán a dicha era milenaria. Y no olvidemos que “hasta que pasen el
cielo y la tierra, ni una jota ni una tilde pasará de la ley [esto es, de las
Escrituras], hasta que todo se haya cumplido” Mateo 5:18.
Así, al volver al cielo, el Señor dejó sin realizar, sin cumplir, dos series de
bendiciones prometidas:
(1) Las que se relacionan directa y únicamente con la Iglesia.
(2) Las que se relacionan con el pueblo de Israel, enteramente distintas las
unas de las otras.
Para dar cumplimiento a la primera, vendrá el Señor no con los atributos de un
Juez, sino como Isaac cuando salió al encuentro de Rebeca: como esposo lleno
de amor (Génesis 24). En contraste, y para dar cumplimiento a la segunda
serie de bendiciones, vendrá semejante a David, como poderoso conquistador,
para tomar posesión de Su reino. En otras palabras, Jesús es el Esposo de la
Iglesia y es el Rey de Israel.
La Palabra de Dios menciona dos fases distintas de la segunda venida de

Jesucristo: dos estaciones —por expresarlo de este modo— del mismo viaje.
Primeramente descenderá del cielo para arrebatar a Sus santos (o sea, a
cuantos han depositado su fe en Él para ser salvos), y llevarlos arriba en las
mansiones celestiales; luego, pasado un breve período, volverá con ellos con
poder y gloria para establecer Su reino.
Amado lector, así será en breve. Jesús descenderá del cielo y en un instante
surgirán del polvo los cuerpos resucitados de los que “durmieron” en Él,
mientras que los que vivamos seremos transformados, para ascender juntos a
Su encuentro. Nada hay en la Escritura que nos haga suponer que los
inconversos nos verán cuando seamos arrebatados. La repentina desaparición
de todos los creyentes —redimidos por la sangre de Cristo— manifestará lo
que ha pasado. “Enoc fue trasladado para que no viese la muerte; y no fue
hallado, porque le había trasladado Dios” Hebreos 11:5.
Los capítulos 5, 6 y 19 del Apocalipsis relatan lo que se verificará en los
cielos una vez que la Iglesia haya entrado allí. Los santos, representados por
los veinticuatro ancianos, están sentados alrededor del trono; vestidos de ropas
blancas y ceñidas sus frentes de coronas de oro, adoran —postrados delante
del que está sentado en el trono— diciendo: “Digno eres de tomar el libro y de
abrir sus sellos; porque tú fuiste inmolado, y con tu sangre nos has redimido
para Dios, de todo linaje y lengua y pueblo y nación …” En el cap. 19 leemos:
“Gocémonos y alegrémonos y démosle gloria; porque han llegado las bodas
del Cordero”. ¡Que contraste más grande con lo que se describe en Mateo
25:11! En este pasaje del primer Evangelio, la Palabra nos hace oír el lamento
de los que quedaron fuera; mientras que en Apocalipsis 19, percibimos los
acentos de gozo triunfal de los que están dentro. Lector, ¿con cuál de estos dos
grupos te identificas tú?
“Entonces vi el cielo abierto; y he aquí un caballo blanco, y el que lo
montaba se llamaba Fiel y Verdadero, y con justicia juzga y pelea”, prosigue
Apocalipsis 19:11-16, donde vemos salir al Señor de los señores y al Rey de
los reyes con sus ejércitos: “De su boca sale una espada aguda, para herir
con ella a las naciones, y él las regirá con vara de hierro; y él pisa el lagar
del vino del furor y de la ira del Dios Todopoderoso”.
En cuanto a la Iglesia, los siguientes pasajes son concluyentes: “Cuando
Cristo, vuestra vida, se manifieste, entonces vosotros también seréis
manifestados con él en gloria” Colosenses 3:4; “He aquí, vino el Señor con
sus santas decenas de millares, para hacer juicio contra todos, y dejar
convictos a todos los impíos de todas sus obras impías que han hecho
impíamente…” Judas 14-15; además la escritura dice; “y vendrá Jehová mi

Dios, y con él todos los santo… Y Jehová será rey sobre toda la tierra”
Zacarías 14:5 y 9; “Al que venciere”, dice el Señor a los de Laodicea, “le
daré que se siente conmigo en mi trono” Apocalipsis 3:21. ¿Hay algo más
claro que estos pasajes para demostrar cual será el lugar y la posición que
ocuparán los “coherederos”, el día que Aquel que es “constituido Heredero de
todo” tome posesión de Su herencia?
En cuanto al pueblo de Israel, recordemos en primer lugar que es “simiente de
Abraham”, según la carne, mientras que Jesús es “Hijo de David, hijo de
Abraham” Mateo 1:1. En Hebreos 2:16 leemos: “Porque ciertamente no
socorrió a los ángeles, sino que socorrió a la descendencia de Abraham. Por
lo cual debía ser en todo semejante a sus hermanos…” Por lo tanto, si como
Hijo de David, Cristo es “Rey” de los Israelitas; como Hijo de Abraham puede
hablar de ellos como siendo sus “hermanos”. Y, para cumplir la profecía
encerrada en la bendición otorgada por el hijo de Abraham (Isaac) a Jacob, el
Rey bendice a los que favorecieron a los hijos de Jacob, mientras que maldice
a los que no lo hicieron; según estas palabras: “¡Malditos los que te
maldijeren, Y benditos los que te bendijeren!” (Comparar Génesis 27:29 con
Mateo 25:34 y 41).
Sabemos que hay dos resurrecciones: la de los salvos, y la de los malvados; o
según el Señor las llama: “la resurrección de vida, y la resurrección de —o
para— condenación”. La primera se divide en tres fases:
01- Cristo, “primicias de los que durmieron” (1°. Corintios 15:20).
02- Los creyentes que resucitarán —según vimos— cuando venga el Señor a
buscar a su Iglesia (1°.Tesalonicenses 4:16; 1°. Corintios 15:52).
03- Los mencionados en Apocalipsis 20:4-6: “los decapitados por causa del
testimonio de Jesús y por la palabra de Dios, los que no habían adorado a la
bestia… y vivieron y reinaron con Cristo mil años… Esta es la primera
resurrección. Bienaventurado y santo el que tiene parte en la primera
resurrección”.
La segunda resurrección, la de los malvados, se verificará después de los mil
años del reinado de Cristo, según vemos claramente por éste texto: “Pero los
otros muertos no volvieron a vivir hasta que se cumplieron mil años”
Apocalipsis 20:5. Al final de esa era de paz y de justicia, cuando habrán huido
la tierra y el cielo que ahora son, entonces los muertos, “grandes y pequeños”,
serán juzgados delante del gran trono blanco, cada uno según sus obras: será la

resurrección de condenación (Juan 5:29); “y cualquiera que no fue hallado
escrito en el libro de la vida, fue arrojado en el lago de fuego”. “Esta es la
muerte segunda” Apocalipsis 20:14-15.
Y el que recibió esta revelación añade: “Vi un cielo nuevo y una tierra nueva»,
de los que Pedro dice: «en los cuales mora la justicia” 2°. Pedro 3:13. “Vi la
santa ciudad, la nueva Jerusalén, descender del cielo, de Dios, dispuesta
como una esposa ataviada para su marido…” Apocalipsis 21.
¡Bendito sea Dios por habernos revelado esas maravillosas realidades, y por el
don del Espíritu Santo que nos las hace entender! “¡Oh profundidad de las
riquezas de la sabiduría y de la ciencia de Dios!” Romanos 11:33.
04- Como prepararse para su venida
En la Biblia hallamos dos maneras de estar preparados para aquel momento:
“Y las que estaban preparadas entraron con él a las bodas; y se cerró la
puerta…” Mateo 25:10.
“Porque yo”, dice el apóstol Pablo, “ya estoy para ser sacrificado… he
peleado la buena batalla, he acabado la carrera, he guardado la fe. Por lo
demás, me está guardada la corona de justicia, la cual me dará el Señor, juez
justo, en aquel día; y no sólo a mí, sino también a todos los que aman su
venida” 2°. Timoteo 4:6-8.
En el primer sentido, todos los que son de Cristo (1°. Corintios 15:23) deben
estar preparados: han depositado su fe en Él, y han sido lavados de sus
pecados por Su preciosa sangre; son hechos agradables a Dios y el Espíritu de
Cristo mora en ellos (Romanos 8:9), y ello sin mérito alguno de ellos. Pueden
dar gracias al Padre que los hizo aptos para participar de la herencia de los
santos en la luz (Colosenses 1:12-14).
En el segundo sentido, vemos que el apóstol estaba preparado, no sólo por
cuanto era salvo —cosa que sabía por muchos años ya—, sino porque su
servicio y su testimonio habían sido tales que tenía la certidumbre de que
recibiría la aprobación de su Maestro.
Ahora bien, por la fe en la obra cumplida del Salvador —que murió por
nuestros delitos y pecados, que ha resucitado para nuestra justificación, y que
ha sido glorificado en el cielo— cada creyente tiene lo que corresponde al
“billete” de nuestro ejemplo, esto es, la incuestionable prueba de que su viaje
al cielo está enteramente pagado. Pero, si bien la Escritura nos asegura que
“en él —Cristo— es justificado todo aquel que cree” Hechos 13:39, y que “a
los que justificó, a éstos también glorificó” Romanos 8:30, sin embargo no
todos los creyentes recibirán igual premio: “cada uno recibirá su recompensa
conforme a su labor” 1°. Corintios 3:8. Pero además debemos decir que todo

cristiano tibio y mundano se quedará aquí en la tribulación y miles de ellos se
perderán.
Quiera Dios, cristiano amado, que además del privilegio de entrar con el Señor
Jesucristo a las bodas, ocupando el lugar que nos tiene reservado, tanto tu
suerte como la mía sea la de ser vigilantes, trabajando para Él, enterándonos
de sus deseos, tomándonos a pecho Sus intereses, constreñidos por el poder de
Su inmutable amor, hasta que Él venga. Recordemos que si queremos llevar
nuestra cruz y seguirle con un corazón verdaderamente consagrado, es ahora
que debemos hacerlo.
Hemos llegado a esos “tiempos peligrosos” en que los hombres son
“amadores de los deleites más que de Dios, que tendrán apariencia de piedad,
pero negarán la eficacia de ella”; tiempos en los que “los malos hombres y
los engañadores irán de mal en peor, engañando y siendo engañados” (2°.
Timoteo 3:1-9, 13). ¡Qué solemne contradicción con el error común según el
cual el mundo entero se convertirá antes del regreso de Cristo! Estamos en una
época de ruidosas actividades religiosas, pero de escasa vida que mane
realmente de Dios; época en que el espíritu de iniquidad va afirmándose cada
vez más en el mundo, mientras que en la Iglesia en general se nota una
creciente elasticidad de principios y falta de fidelidad a Cristo.
No nos dejemos engañar por las apariencias, ni nos desanimemos si en el
camino de la obediencia a Cristo no hallamos lo que —a criterio humano—
pudiera asemejarse al éxito. Ciertamente “el obedecer es mejor que los
sacrificios”; y ojalá haga mella en nuestros corazones aquella exhortación de
nuestro amado Maestro: “Estén ceñidos vuestros lomos, y vuestras lámparas
encendidas; y vosotros sed semejantes a hombres que aguardan a que su
señor regrese de las bodas, para que cuando llegue y llame, le abran en
seguida. Bienaventurados aquellos siervos a los cuales su señor, cuando
venga, halle velando; de cierto os digo que se ceñirá, y hará que se sienten a
la mesa, y vendrá a servirles” Lucas 12:35-37.
culminación
La venida del Señor será repentina, y serás dejado atrás si Él te halla “sin
aceite en tu vaso”. Détente, y considera —siquiera por un instante— lo que te
reserva el futuro cada vez más cercano. ¡Medita cuán velozmente te arrastran
las alas del tiempo hacia la eternidad! ¡Y qué eternidad! Ser dejado sobre esta
tierra —futuro escenario de los juicios divinos— mientras que los salvos (tal
vez tus amigos y parientes) han sido arrebatados al cielo. Y eso por haber
cerrado los oídos a la última advertencia que te había sido dirigida por el

Espíritu Santo, por haber escuchado con un corazón incrédulo la postrer oferta
de la gracia de Dios. ¡Qué triste y solemne será esto!
No disfrutar de estas bendiciones será, ciertamente, una pérdida cuantiosa.
Luego, tendrás que encararte aún con la ETERNIDAD. ¡No lo olvides! Serás
resucitado de los muertos por la poderosa voz del Hijo de Dios (Juan 5:25,
29), para ser juzgado delante del gran trono blanco. Allí deberás responder de
cada acto que hayas cometido a lo largo de tu vida, de cualquier palabra torpe
que hayas pronunciado, y hasta de cualquier pensamiento malo o impuro en
los que te habrás recreado durante cuarenta, sesenta, u ochenta años: “la paga
del pecado es muerte”, y como es cierto que Dios no puede mentir, tu suerte
quedará fijada en el lago ardiendo de azufre y fuego. Así, no trates este asunto
a la ligera. Ahora está abierta la puerta de la gracia; Jesús te convida todavía;
los Suyos no han sido arrebatados aún; pero te advierto del peligro y te ruego
acudas a la Refugio mientras haya tiempo.
Jesucristo puede venir en cualquier momento. Presta atención, deja de huir de
Dios y vuélvete hacia Él, arrodíllate a las plantas puras del único Salvador
—del único Mediador entre Dios y los hombres— y confiésale todos tus
pecados. Luego, Él te dará la bienvenida, te bendecirá y te salvará, y Su paz
inundará tu corazón. ¡Bendito sea para siempre tan poderoso Salvador!
“Palabra fiel y digna de ser recibida por todos: que Cristo Jesús vino al
mundo para salvar a los pecadores” 1°. Timoteo 1:15. Gracias a Dios, “aún
hay lugar…” Lucas 14:22.

(Recopilación Un estudio acerca de la esperanza del creyente)

“…porque ellos mismos cuentan de nosotros la manera en que nos recibisteis,
y cómo os convertisteis de los ídolos a Dios, para servir al Dios vivo y
verdadero, y esperar de los cielos a su Hijo, al cual resucitó de los muertos, a
Jesús, quien nos libra de la ira venidera” 1°. Tesalonicenses 1:9-10.
Amado amigo, amado hermano ¿sabes que el Señor Jesucristo está a punto de
volver; que Su regreso es inminente? Por doquier, millares de personas se
preocupan por este hecho solemne, y están persuadidos de que algo grave
debe acontecer pronto; aunque burladores y escarnecedores de los últimos
tiempos repitan: “¿Dónde está la promesa de su advenimiento? Porque desde
el día en que los padres durmieron, todas las cosas permanecen así como
desde el principio de la creación” (1°. Pedro 3:4), y que el siervo malo diga:
“Mi Señor tarda en venir” (Mateo 24:48). Sin embargo, “El que ha de venir
vendrá, y no tardará” (Hebreos 10:37); “Por tanto, también vosotros estad
preparados; porque el Hijo del Hombre vendrá a la hora que no pensáis”
(Mateo 24:44).
Estamos seguros de que existe, entre los que son del Señor, una creciente
convicción —basada en la Palabra de Dios— de que Cristo volverá pronto
para arrebatar a su amada Esposa (o sea, a todas las almas redimidas por Su
preciosa sangre), y llevarla a la “casa del Padre”, donde muchas moradas hay.
Amigo y hermano, este asunto —de gran solemnidad por lo que implica— ¿es
una viva realidad para ti? Si no es así, quiera el Espíritu Santo valerse de estas
breves palabras para despertar tu alma, para sacudir tu indiferencia o tu sopor
espiritual, no sea que viniendo el Señor de repente, ¡”os halle durmiendo”!
(Marcos 13:36).
Quisiéramos tratar este tema bajo los siguientes puntos:
1. La promesa del retorno de Jesucristo.
2. La Persona que viene.
3. El objeto de Su venida.
4. La preparación para Su venida.

01- La promesa del retorno de Jesucristo
Tiempo hubo en que la venida del Mesías como “Varón de dolores” era
todavía una profecía sin cumplir (Isaías 53). Tras este vaticinio se fueron
sucediendo las generaciones; surgían y desaparecían; el reino de Israel (las
diez tribus) y más tarde el de Judá fueron destruidos, y sus habitantes
diseminados o llevados en cautiverio. Sólo un residuo, unos pocos miembros
de la tribu de Judá, volvieron de Babilonia; pero el Mesías prometido no había
aparecido aún.
Vemos, cuatro siglos después, que la gran mayoría de los que regresaron de
Babilonia se habían asentado confortablemente en Jerusalén, olvidándose casi
por completo de Aquel que había de venir. De repente hubo una creciente
agitación en la ciudad: unos extranjeros, recién llegados, divulgaban la
asombrosa noticia de que el Rey de los judíos —prometido hace mucho
tiempo— había finalmente nacido. Del palacio de Herodes, pasando por los
sacerdotes del Templo, la noticia se propagó con rapidez entre el pueblo.
Pero, ¿cuál fue el resultado producido por semejante revelación? ¿Un cántico,
o clamor unánime de alabanzas a Dios por haber por fin cumplido Su palabra,
enviando al Mesías tanto tiempo esperado? ¿Irradiaba de gozo cada rostro?
¿Se estremecía de alegría cada corazón? ¡Al contrario! El cuadro que se nos
presenta es muy distinto: “El rey Herodes se turbó, y toda Jerusalén con él”
(Mateo 2:3). ¿Por qué? Si hubiesen conocido algo de las Escrituras tocante a
la venida del Mesías, hubieran entendido el vaticinio del profeta Isaías: “He
aquí que para justicia reinará un rey, y príncipes presidirán en juicio. Y será
aquel varón como escondedero contra el viento, y como refugio contra el
turbión; como arroyos de aguas en tierra de sequedad, como sombra de gran
peñasco en tierra calurosa” Isaías 32:1-2.
Ahora bien, aunque había en la ciudad una ingente multitud de personas que
se consideraban como “justas” ante Dios, muchos otros estaban convencidos
de no estar listos para presentarse delante del Mesías, el Justo por excelencia;
por consiguiente, lo que hubiera tenido que llenar el corazón de
agradecimiento y de gozo resultaba ser motivo de espanto y de turbación. Sin
embargo, preparados o no, Cristo había venido; había aparecido, no sólo como
el Mesías de Israel, sino como el “Salvador del mundo”, para revelar al Padre.
Lo que aconteció después de este episodio es de sobra conocido: odiado y
despreciado por los mismos que venía a salvar, el Hijo de Dios se encaminó al

Calvario donde, clavado en el vil madero, murió por manos inicuas. Pero al
tercer día resucitó.
Cuando Dios envió a su Hijo unigénito a este mundo, cumplió las promesas
hechas a Abraham, Isaac y Jacob. Por su parte, al condenar a Jesús, los judíos
cumplieron las palabras de los profetas acerca de los sufrimientos del
Salvador: “Porque los habitantes de Jerusalén y sus gobernantes, no
conociendo a Jesús, ni las palabras de los profetas que se leen todos los días
de reposo, las cumplieron al condenarle … Y nosotros —prosigue el apóstol—
también os anunciamos el evangelio de aquella promesa hecha a nuestros
padres, la cual Dios ha cumplido a los hijos de ellos, a nosotros, resucitando
a Jesús …” Hechos 13:27, 32-34.
Poco antes de Su muerte, el Señor —Objeto de las promesas— dejó también
una promesa. Tras haber salido el traidor del aposento alto, y rodeado de Sus
discípulos, Cristo les muestra la terrible sombra de la cruz que iba alargándose
sobre ellos. ¡Qué momento más solemne! Imaginemos el dolor reflejado en el
rostro de los discípulos al inclinarse hacia el Maestro amado para escuchar Sus
palabras de despedida: “No se turbe vuestro corazón, creéis en Dios, creed
también en Mí”. Es como si hubiera dicho: “Habéis creído en Dios sin haberle
visto; ahora, cuando ya no me veréis, seguid teniendo igual confianza en Mí.
Dios os hizo una promesa, anunciándola por boca de los profetas, y la cumplió
fielmente al enviarme. Yo asimismo os hago una promesa, y tened confianza
en que también la cumpliré”
¿Cuál es, entonces, esta nueva promesa? Leyendo atentamente el Evangelio
según Juan 14, la hallaremos entre los primeros versículos: “En la casa de mi
Padre muchas moradas hay; si así no fuera, yo os lo hubiera dicho; voy, pues,
a preparar lugar para vosotros. Y si me fuere y os preparare lugar, vendré
otra vez, y os tomaré a mí mismo, para que donde yo estoy, vosotros también
estéis” (vv. 2-3). No hay el menor motivo para suponer que la “venida”
mencionada por el Señor en estos versículos aluda a la “muerte”; creerlo sería
cometer la peor de las equivocaciones.
Tomemos un ejemplo para ilustrar la diferencia entre ambas cosas. Un padre
amante y cariñoso lleva a su hijo a una ciudad lejana donde, por mucho
tiempo, el joven tendrá que vivir solo. Al separarse, el padre comprende la
lucha interna de su hijo para reprimir sus lágrimas, y le consuela diciendo:
“Ten confianza, hijo mío, ahora tengo que dejarte, pero vendré el primer día
de vacaciones y nos iremos juntos a casa” ¿Cabe suponer que el joven haya

tenido la menor duda acerca de la promesa hecha por su padre? Pues bien, del
mismo modo, las palabras que el Señor dirigió a sus discípulos desconsolados
no pueden prestarse a equivocación alguna. No dijo: “ahora voy al cielo,
vosotros moriréis, y después de esto os reuniréis conmigo”, sino: “vendré otra
vez, y os tomaré a Mí mismo”.
En cuanto a los creyentes que duermen en Cristo, la Escritura dice que se han
ausentado del cuerpo para estar “presentes al Señor” (2°. Corintios 5:8).
Mientras que cuando se trata de la vuelta del Señor, en vez de “estar ausentes
del cuerpo”, o de “ser desnudados” de nuestra casa terrestre, leemos que
seremos “transformados”; y en Filipenses 3:21, que el Señor “transformará el
cuerpo de la humillación nuestra, para que sea semejante al cuerpo de la
gloria suya”. En un momento, en un abrir y cerrar de ojos, al sonar la última
trompeta, los muertos en Cristo resucitarán primero, y los que vivimos
seremos transformados. Vemos por lo tanto que la venida o regreso del Señor
no debe confundirse con la muerte: es exactamente lo contrario de ella; es la
aniquilación o abolición de todo cuanto ha hecho la muerte —desde que entró
en este mundo— en los cuerpos de los que son hijos de Dios; será el triunfo
definitivo de Cristo sobre la muerte, victoria que compartiremos todos los que
somos suyos.
02- La persona que viene
Muchos de los que saben algo acerca de la “doctrina” de la segunda venida de
Cristo parecen tener su mente llena de “señales” y “acontecimientos” que
creen cumplidos ya, que están verificándose, o que se realizarán pronto. Ello
se debe a que dichas personas se ocupan de los “sucesos” en vez de la misma
Persona que viene.
Una madre viuda está en el muelle de un puerto con la mirada clavada en el
horizonte. Ha oído decir que regresarán tres barcos con tropas, tras una
victoriosa campaña en ultramar. Entre los soldados está su hijo, a quien espera
ardientemente. Se hacen muchos preparativos para la gran revista que se
verificará en cuanto los héroes bajen a tierra. Pero estas cosas no tienen gran
atractivo para ella. Las bandas militares, las banderas que ondean, los arcos de
triunfo y los brillantes uniformes de gala podrán satisfacer la curiosidad del
mero espectador; pero ella espera a su propio hijo. Día y noche, desde su
partida, ha deseado e invocado vivamente su retorno. ¿Y qué podrá brindarle
la mayor felicidad? El verle sano y salvo. Desde luego que nada tiene que
objetar a los honores que se rendirán a su hijo, ya que le cree digno de ellos,

pero todo esto ocupa un lugar secundario en el corazón de la madre; sólo ansía
el momento de estrecharle en sus brazos.
Amado oyente, puede que en nuestros tiempos estén sucediendo cosas que nos
estén indicando que no está lejano el día en que, en palabras del profeta
Malaquías, “nacerá el Sol de justicia, y en sus alas traerá salvación” para
aquellos del pueblo de Israel que temen a Jehová; mientras que para los
impíos será “el día ardiente como un horno”, en el cual “todos los soberbios y
todos los que hacen maldad serán estopa; aquel día que vendrá los abrasará”
Malaquías 4:1-2. Pero la esperanza inmediata del creyente no es ese “día
grande de Jehová, cercano y muy próximo…”, ni tampoco “el Sol de
Justicia”, sino —según las propias palabras de Jesús— “la Estrella
resplandeciente de la mañana” Apocalipsis 22:16. Ahora bien, la estrella de
la mañana apunta en el horizonte antes de la salida del sol, y algunas veces un
tiempo considerable separa ambos eventos.
Precisamente será entre la venida del Señor cual “Estrella de la mañana” y el
momento en que aparecerá como “Sol de justicia” que caerán sobre la tierra
los juicios descritos en Apocalipsis. Entonces surgirá aquella terrible
personificación de suprema maldad y anarquía, el “hombre de pecado”, el
“hijo de perdición”, “aquel inicuo”: el Anticristo (2°. Tesalonicenses 2:8).
Será “el tiempo de angustia —o de la apretura— para Jacob” Jeremías 30:7, y
el de la “gran tribulación” (Mateo 24:21); pero un residuo será preservado en
medio de todo, del mismo modo que lo fueron los tres jóvenes hebreos
echados en el horno por orden de Nabucodonosor (Daniel 3). Entonces, los
que sólo aparentemente profesan el cristianismo, los que ahora no “no
recibieron el amor de la verdad para ser salvos”, se verán abandonados por
Dios, entregados a una eficaz “poder engañoso, para que crean la mentira, a
fin de que sean condenados todos los que no creyeron a la verdad, sino que se
complacieron en la injusticia” 2°. Tesalonicenses 2:11-12. Se harán milagros
e innumerables señales del carácter más espantoso, habrá abundancia de
dolores, y lo que verán y oirán aterrorizará a los más valientes: “en aquellos
días los hombres buscarán la muerte, pero no la hallarán; y ansiarán morir,
pero la muerte huirá de ellos” Apocalipsis 9:6.
Pero es necesario recordar que lo antedicho sucederá después, no antes del
arrebatamiento de la Iglesia, la Esposa celestial de Jesús. ¡Cuán a menudo
olvidamos que es Él mismo que viene presto para reunir a Su alrededor a los
que rescató! Mirar los acontecimientos en vez de mirar a Jesús priva al
corazón de esa dicha y de esa lozanía que es la verdadera porción de nuestra
esperanza celestial. Demasiado ha logrado Satanás al presentarnos la segunda
venida del Señor como una amenaza terrible y justiciera, mientras que fue la
consolación más eficaz para los discípulos abatidos, como hemos visto en

Juan 14. Y cuando, años más tarde, el apóstol Pablo escribe su primera carta a
los recién convertidos en Tesalónica —que estaban padeciendo pruebas y
persecuciones—, añade esta frase, corta pero significativa, a lo que les dice
acerca del retorno de Cristo: “Alentaos los unos a los otros con estas
palabras” 1°. Tesalonicenses 4:18.
Examinemos, pues, estas frases de aliento que, bajo la inspiración divina, él
les dirigió: “Porque el Señor mismo con voz de mando, con voz de arcángel, y
con trompeta de Dios, descenderá del cielo; y los muertos en Cristo
resucitarán primero. Luego nosotros los que vivimos, los que hayamos
quedado, seremos arrebatados juntamente con ellos en las nubes para recibir
al Señor en el aire, y así estaremos siempre con el Señor” (1°. Tesalonicenses
4:16-17).
Notemos que era el Señor mismo en su perfecta humanidad, como Hombre
viviente, que iba a descender del cielo, y al que debían encontrar en las nubes.
Al convertirse, supieron los tesalonicenses que “ese mismo Jesús” que los
había salvado y librado de la ira venidera por Su muerte y resurrección, iba a
volver. La epístola nos dice que se habían convertido (esto es, se habían
tornado, vuelto definitivamente) “de los ídolos a Dios, para servir al Dios
vivo y verdadero, y esperar de los cielos a su Hijo” 1°. Tesalonicenses 1:9-
10. Su esperanza no estaba pues cifrada en algún acontecimiento profético,
sino en la misma Persona del Hijo de Dios. Escribiendo a los filipenses, el
apóstol Pablo les recuerda que “nuestra ciudadanía (o sea, nuestra verdadera
nacionalidad) está en los cielos, de donde también esperamos al Salvador, al
Señor Jesucristo”; es decir, a Jesús en su carácter de Salvador; una Persona
conocida, amada y en la que confiaban plenamente. Pero allí donde no se
confía en Él y donde no se reconoce su autoridad, no es extraño que la noticia
de Su próxima venida traiga turbación, como ocurrió en la religiosa Jerusalén
de entonces.
Pero, amado lector, no debería ser así contigo. Sin duda alguna, debemos ser
conscientes acerca de nuestra manera de andar en esta tierra, a fin de que
seamos más semejantes a Aquel que pronto viene. Y así sucederá si tomamos
a pecho la promesa de Su venida, según leemos: “todo aquel que tiene esta
esperanza en él, se purifica a sí mismo, así como él es puro” 1°. Juan 3:3.
Además, no olvidemos nunca lo que nos dice el apóstol Pablo en 2°.
Corintios 5:10, “porque es necesario que todos nosotros comparezcamos
ante el tribunal de Cristo”, cuando todas nuestras acciones se pondrán de
manifiesto y cada uno recibirá según lo que hubiere hecho; eso será como la
gran revista, el desfile militar al cual hemos aludido antes.

Esa manifestación tendrá lugar cuando hayamos llegado al cielo. Pero al igual
que los soldados que visten sus más hermosos uniformes para el desfile,
nosotros, ante su tribunal, apareceremos revestidos de un cuerpo semejante al
Suyo; habremos “resucitado en gloria” (1°. Corintios 15:42-44). Por
consiguiente, el creyente no tiene nada que temer en cuanto al cumplimiento
de este su deseo, aunque haya mucha necesidad de humillación y ejercicio
para los más fieles de entre nosotros.
Ahora bien, ¿por qué habría no habría de ser glorioso y esperanzador para ti y
para mí cuando oímos hablar del retorno del Señor? ¿No experimentamos,
acaso, la dulzura de Su amor? ¿No es Él quien sufrió y murió por nosotros?
¿No nos ha guardado a lo largo del camino, desde el día que le conocimos,
llevando nuestras cargas, socorriéndonos, simpatizando en nuestros dolores y
restaurándonos después de muchas caídas? Difícilmente podríamos expresar la
intensidad de Su amor para con nosotros. Amados hermanos, cuando
pensamos en Él, ¿no arden nuestros corazones con el deseo de verle?
Hace poco decía una hermana en Cristo: “cuando pienso en la venida del
Señor, mi corazón arde de alegría”. Así tendría que ser para todos nosotros.
Una niña de once años decía, tras volver de un recado: “Mamá, al cruzar la
calle, veía las nubes correr tan de prisa que me paré mirarlas, pensando que
si el Señor volviera ahora mismo, quisiera ser yo la primera en verle”. ¿Cuál
era el secreto de la paz y felicidad de esta niña, cuando sola —al anochecer—
meditaba en el regreso de Cristo? Sencillamente esto: conocía a la Persona
esperada y confiaba en ella; la amaba aunque no la había visto; sabía que por
su muerte expiatoria todos sus pecados estaban no sólo perdonados, sino
también olvidados para toda eternidad.
¿Hacen falta pruebas? En Hechos 1:11, es claro lo que los dos ángeles
dijeron a los discípulos en el monte de los Olivos. El Señor acababa de
dejarles, ascendiendo al cielo, y habiéndoles demostrado de modo tangible que
Él no era un espíritu, algún aparecido, sino un Hombre viviente, de carne y
hueso, al que podían tocar y palpar. Y los ángeles añaden: “Varones galileos,
¿por qué estáis mirando al cielo? Este mismo Jesús, que ha sido tomado de
vosotros al cielo, así vendrá como le habéis visto ir al cielo”.
¡Veinte siglos en la gloria no le han cambiado en absoluto! La misma Persona
que Marta fue a encontrar, tras la muerte de su hermano, es la que esperamos
nosotros; y si hemos de “dormir” antes que Él vuelva, Aquel que es “la
Resurrección y la Vida”, que dijo: “Nuestro amigo Lázaro duerme; mas voy
para despertarle”, nos despertará también en Su venida, para que —al igual
que Lázaro— nos sentemos a Su mesa, en las mansiones celestiales.

Así, ¿por qué deberíamos sentir temor al saber que tal Amigo viene en breve a
llevarnos? “Ciertamente vengo en breve…” es la feliz promesa que nos dejó.
A la vista de semejante amor, ¿no suscitará nuestro afecto por Él esta
exclamación en nosotros: “¡Amén, sea así! ¡Ven, Señor Jesús!”? (Apocalipsis
22:20).
03- El objeto de su venida
Es preciso comprender que una vez que el Mesías fue rechazado y crucificado
por su propia nación, Dios reveló al apóstol Pablo lo que la Escritura llama el
“misterio”, “encubierto desde tiempos eternos” (Romanos 16:25), y
“escondido desde los siglos en Dios” (Efesios 3:9). Este designio que existía
en el corazón de Dios —además de lo revelado en el Antiguo Testamento—
era el de preparar una Esposa para su amado Hijo; Esposa que había de ser
formada por la unión “en un solo cuerpo” (la Iglesia), de judíos y gentiles
salvados, unidos por el Espíritu Santo a Cristo, su Cabeza glorificada en el
cielo: “Y él [Cristo] es la cabeza del cuerpo que es la iglesia, él que es el
principio, el primogénito de entre los muertos, para que en todo tenga la
preeminencia” Colosenses 1:18-19. “Y [el Padre] sometió todas las cosas
bajo sus pies, y lo dio por cabeza sobre todas las cosas a la iglesia, la cual es
su cuerpo, la plenitud de Aquel que todo lo llena en todo” Efesios 1:22-23.
“Que los gentiles son coherederos y miembros del mismo cuerpo, y
copartícipes de la promesa en Cristo Jesús por medio del evangelio” (Efesios
3:6). “Porque somos miembros de su cuerpo, de su carne y de sus huesos. …
Grande es este misterio; mas yo digo esto respecto de Cristo y de la iglesia”
(Efesios 5:30, 32).
Para que comprendamos mejor este asunto, conviene observar que, debido a
que el Señor fue rechazado, quedaron sin cumplirse numerosas promesas del
Antiguo Testamento referente a las bendiciones del pueblo de Israel y de la
tierra en general. Citemos, por ejemplo, las profecías de Isaías acerca del
reinado del verdadero Hijo de Isaí: “Morará el lobo con el cordero, y el
leopardo con el cabrito se acostará; el becerro y el león y la bestia doméstica
andarán juntos, y un niño los pastoreará. La vaca y la osa pacerán, sus crías
se echarán juntas; y el león como el buey comerá paja. Y el niño de pecho
jugará sobre la cueva del áspid, y el recién destetado extenderá su mano
sobre la caverna de la víbora. No harán mal ni dañarán en todo mi santo
monte; porque la tierra será llena del conocimiento de Jehová, como las
aguas cubren el mar” Isaías 11:6-9. El cap. 35 del mismo libro nos dice: “Se
alegrarán el desierto y la soledad; el yermo se gozará y florecerá como la

rosa. … La gloria del Líbano le será dada, la hermosura del Carmelo y de
Sarón. Ellos verán la gloria de Jehová, la hermosura del Dios nuestro”.
Y Amós describe estas bendiciones con estas palabras: “He aquí vienen días,
dice Jehová, en que el que ara alcanzará al segador, y el pisador de las uvas al
que lleve la simiente…” Amos 9:13-15. Mientras que Miqueas 4:3 añade:
“Martillarán sus espadas para azadones, y sus lanzas para hoces; no alzará
espada nación contra nación, ni se ensayarán más para la guerra”, además
dice la biblia dice; “La tierra será llena del conocimiento de la gloria de
Jehová” Habacuc 2:14. Luego, en relación con la restauración de Israel en su
tierra, testifica Isaías 11:12: “Y levantará pendón a las naciones, y juntará los
desterrados de Israel, y reunirá los esparcidos de Judá de los cuatro confines
de la tierra”. Leemos además en Jeremías 23:5-6; Ezequiel 36:24, y
Jeremías 31:10: “He aquí que vienen días, dice Jehová, en que levantaré a
David renuevo justo, y reinará como Rey, el cual será dichoso, y hará juicio y
justicia en la tierra …” — “Y yo os tomaré de las naciones, y os recogeré de
todas las tierras, y os traeré a vuestro país” — “El que esparció a Israel lo
reunirá y guardará, como el pastor a su rebaño” …
Observando atentamente estos pasajes y cotejándolos con otros semejantes,
hallaremos que el cumplimiento de esas profecías no es el resultado de la
conversión del mundo por la predicación del Evangelio, sino de los juicios que
precederán a dicha era milenaria. Y no olvidemos que “hasta que pasen el
cielo y la tierra, ni una jota ni una tilde pasará de la ley [esto es, de las
Escrituras], hasta que todo se haya cumplido” Mateo 5:18.
Así, al volver al cielo, el Señor dejó sin realizar, sin cumplir, dos series de
bendiciones prometidas:
(1) Las que se relacionan directa y únicamente con la Iglesia.
(2) Las que se relacionan con el pueblo de Israel, enteramente distintas las
unas de las otras.
Para dar cumplimiento a la primera, vendrá el Señor no con los atributos de un
Juez, sino como Isaac cuando salió al encuentro de Rebeca: como esposo lleno
de amor (Génesis 24). En contraste, y para dar cumplimiento a la segunda
serie de bendiciones, vendrá semejante a David, como poderoso conquistador,
para tomar posesión de Su reino. En otras palabras, Jesús es el Esposo de la
Iglesia y es el Rey de Israel.
La Palabra de Dios menciona dos fases distintas de la segunda venida de

Jesucristo: dos estaciones —por expresarlo de este modo— del mismo viaje.
Primeramente descenderá del cielo para arrebatar a Sus santos (o sea, a
cuantos han depositado su fe en Él para ser salvos), y llevarlos arriba en las
mansiones celestiales; luego, pasado un breve período, volverá con ellos con
poder y gloria para establecer Su reino.
Amado lector, así será en breve. Jesús descenderá del cielo y en un instante
surgirán del polvo los cuerpos resucitados de los que “durmieron” en Él,
mientras que los que vivamos seremos transformados, para ascender juntos a
Su encuentro. Nada hay en la Escritura que nos haga suponer que los
inconversos nos verán cuando seamos arrebatados. La repentina desaparición
de todos los creyentes —redimidos por la sangre de Cristo— manifestará lo
que ha pasado. “Enoc fue trasladado para que no viese la muerte; y no fue
hallado, porque le había trasladado Dios” Hebreos 11:5.
Los capítulos 5, 6 y 19 del Apocalipsis relatan lo que se verificará en los
cielos una vez que la Iglesia haya entrado allí. Los santos, representados por
los veinticuatro ancianos, están sentados alrededor del trono; vestidos de ropas
blancas y ceñidas sus frentes de coronas de oro, adoran —postrados delante
del que está sentado en el trono— diciendo: “Digno eres de tomar el libro y de
abrir sus sellos; porque tú fuiste inmolado, y con tu sangre nos has redimido
para Dios, de todo linaje y lengua y pueblo y nación …” En el cap. 19 leemos:
“Gocémonos y alegrémonos y démosle gloria; porque han llegado las bodas
del Cordero”. ¡Que contraste más grande con lo que se describe en Mateo
25:11! En este pasaje del primer Evangelio, la Palabra nos hace oír el lamento
de los que quedaron fuera; mientras que en Apocalipsis 19, percibimos los
acentos de gozo triunfal de los que están dentro. Lector, ¿con cuál de estos dos
grupos te identificas tú?
“Entonces vi el cielo abierto; y he aquí un caballo blanco, y el que lo
montaba se llamaba Fiel y Verdadero, y con justicia juzga y pelea”, prosigue
Apocalipsis 19:11-16, donde vemos salir al Señor de los señores y al Rey de
los reyes con sus ejércitos: “De su boca sale una espada aguda, para herir
con ella a las naciones, y él las regirá con vara de hierro; y él pisa el lagar
del vino del furor y de la ira del Dios Todopoderoso”.
En cuanto a la Iglesia, los siguientes pasajes son concluyentes: “Cuando
Cristo, vuestra vida, se manifieste, entonces vosotros también seréis
manifestados con él en gloria” Colosenses 3:4; “He aquí, vino el Señor con
sus santas decenas de millares, para hacer juicio contra todos, y dejar
convictos a todos los impíos de todas sus obras impías que han hecho
impíamente…” Judas 14-15; además la escritura dice; “y vendrá Jehová mi

Dios, y con él todos los santo… Y Jehová será rey sobre toda la tierra”
Zacarías 14:5 y 9; “Al que venciere”, dice el Señor a los de Laodicea, “le
daré que se siente conmigo en mi trono” Apocalipsis 3:21. ¿Hay algo más
claro que estos pasajes para demostrar cual será el lugar y la posición que
ocuparán los “coherederos”, el día que Aquel que es “constituido Heredero de
todo” tome posesión de Su herencia?
En cuanto al pueblo de Israel, recordemos en primer lugar que es “simiente de
Abraham”, según la carne, mientras que Jesús es “Hijo de David, hijo de
Abraham” Mateo 1:1. En Hebreos 2:16 leemos: “Porque ciertamente no
socorrió a los ángeles, sino que socorrió a la descendencia de Abraham. Por
lo cual debía ser en todo semejante a sus hermanos…” Por lo tanto, si como
Hijo de David, Cristo es “Rey” de los Israelitas; como Hijo de Abraham puede
hablar de ellos como siendo sus “hermanos”. Y, para cumplir la profecía
encerrada en la bendición otorgada por el hijo de Abraham (Isaac) a Jacob, el
Rey bendice a los que favorecieron a los hijos de Jacob, mientras que maldice
a los que no lo hicieron; según estas palabras: “¡Malditos los que te
maldijeren, Y benditos los que te bendijeren!” (Comparar Génesis 27:29 con
Mateo 25:34 y 41).
Sabemos que hay dos resurrecciones: la de los salvos, y la de los malvados; o
según el Señor las llama: “la resurrección de vida, y la resurrección de —o
para— condenación”. La primera se divide en tres fases:
01- Cristo, “primicias de los que durmieron” (1°. Corintios 15:20).
02- Los creyentes que resucitarán —según vimos— cuando venga el Señor a
buscar a su Iglesia (1°.Tesalonicenses 4:16; 1°. Corintios 15:52).
03- Los mencionados en Apocalipsis 20:4-6: “los decapitados por causa del
testimonio de Jesús y por la palabra de Dios, los que no habían adorado a la
bestia… y vivieron y reinaron con Cristo mil años… Esta es la primera
resurrección. Bienaventurado y santo el que tiene parte en la primera
resurrección”.
La segunda resurrección, la de los malvados, se verificará después de los mil
años del reinado de Cristo, según vemos claramente por éste texto: “Pero los
otros muertos no volvieron a vivir hasta que se cumplieron mil años”
Apocalipsis 20:5. Al final de esa era de paz y de justicia, cuando habrán huido
la tierra y el cielo que ahora son, entonces los muertos, “grandes y pequeños”,
serán juzgados delante del gran trono blanco, cada uno según sus obras: será la

resurrección de condenación (Juan 5:29); “y cualquiera que no fue hallado
escrito en el libro de la vida, fue arrojado en el lago de fuego”. “Esta es la
muerte segunda” Apocalipsis 20:14-15.
Y el que recibió esta revelación añade: “Vi un cielo nuevo y una tierra nueva»,
de los que Pedro dice: «en los cuales mora la justicia” 2°. Pedro 3:13. “Vi la
santa ciudad, la nueva Jerusalén, descender del cielo, de Dios, dispuesta
como una esposa ataviada para su marido…” Apocalipsis 21.
¡Bendito sea Dios por habernos revelado esas maravillosas realidades, y por el
don del Espíritu Santo que nos las hace entender! “¡Oh profundidad de las
riquezas de la sabiduría y de la ciencia de Dios!” Romanos 11:33.
04- Como prepararse para su venida
En la Biblia hallamos dos maneras de estar preparados para aquel momento:
“Y las que estaban preparadas entraron con él a las bodas; y se cerró la
puerta…” Mateo 25:10.
“Porque yo”, dice el apóstol Pablo, “ya estoy para ser sacrificado… he
peleado la buena batalla, he acabado la carrera, he guardado la fe. Por lo
demás, me está guardada la corona de justicia, la cual me dará el Señor, juez
justo, en aquel día; y no sólo a mí, sino también a todos los que aman su
venida” 2°. Timoteo 4:6-8.
En el primer sentido, todos los que son de Cristo (1°. Corintios 15:23) deben
estar preparados: han depositado su fe en Él, y han sido lavados de sus
pecados por Su preciosa sangre; son hechos agradables a Dios y el Espíritu de
Cristo mora en ellos (Romanos 8:9), y ello sin mérito alguno de ellos. Pueden
dar gracias al Padre que los hizo aptos para participar de la herencia de los
santos en la luz (Colosenses 1:12-14).
En el segundo sentido, vemos que el apóstol estaba preparado, no sólo por
cuanto era salvo —cosa que sabía por muchos años ya—, sino porque su
servicio y su testimonio habían sido tales que tenía la certidumbre de que
recibiría la aprobación de su Maestro.
Ahora bien, por la fe en la obra cumplida del Salvador —que murió por
nuestros delitos y pecados, que ha resucitado para nuestra justificación, y que
ha sido glorificado en el cielo— cada creyente tiene lo que corresponde al
“billete” de nuestro ejemplo, esto es, la incuestionable prueba de que su viaje
al cielo está enteramente pagado. Pero, si bien la Escritura nos asegura que
“en él —Cristo— es justificado todo aquel que cree” Hechos 13:39, y que “a
los que justificó, a éstos también glorificó” Romanos 8:30, sin embargo no
todos los creyentes recibirán igual premio: “cada uno recibirá su recompensa
conforme a su labor” 1°. Corintios 3:8. Pero además debemos decir que todo

cristiano tibio y mundano se quedará aquí en la tribulación y miles de ellos se
perderán.
Quiera Dios, cristiano amado, que además del privilegio de entrar con el Señor
Jesucristo a las bodas, ocupando el lugar que nos tiene reservado, tanto tu
suerte como la mía sea la de ser vigilantes, trabajando para Él, enterándonos
de sus deseos, tomándonos a pecho Sus intereses, constreñidos por el poder de
Su inmutable amor, hasta que Él venga. Recordemos que si queremos llevar
nuestra cruz y seguirle con un corazón verdaderamente consagrado, es ahora
que debemos hacerlo.
Hemos llegado a esos “tiempos peligrosos” en que los hombres son
“amadores de los deleites más que de Dios, que tendrán apariencia de piedad,
pero negarán la eficacia de ella”; tiempos en los que “los malos hombres y
los engañadores irán de mal en peor, engañando y siendo engañados” (2°.
Timoteo 3:1-9, 13). ¡Qué solemne contradicción con el error común según el
cual el mundo entero se convertirá antes del regreso de Cristo! Estamos en una
época de ruidosas actividades religiosas, pero de escasa vida que mane
realmente de Dios; época en que el espíritu de iniquidad va afirmándose cada
vez más en el mundo, mientras que en la Iglesia en general se nota una
creciente elasticidad de principios y falta de fidelidad a Cristo.
No nos dejemos engañar por las apariencias, ni nos desanimemos si en el
camino de la obediencia a Cristo no hallamos lo que —a criterio humano—
pudiera asemejarse al éxito. Ciertamente “el obedecer es mejor que los
sacrificios”; y ojalá haga mella en nuestros corazones aquella exhortación de
nuestro amado Maestro: “Estén ceñidos vuestros lomos, y vuestras lámparas
encendidas; y vosotros sed semejantes a hombres que aguardan a que su
señor regrese de las bodas, para que cuando llegue y llame, le abran en
seguida. Bienaventurados aquellos siervos a los cuales su señor, cuando
venga, halle velando; de cierto os digo que se ceñirá, y hará que se sienten a
la mesa, y vendrá a servirles” Lucas 12:35-37.
culminación
La venida del Señor será repentina, y serás dejado atrás si Él te halla “sin
aceite en tu vaso”. Détente, y considera —siquiera por un instante— lo que te
reserva el futuro cada vez más cercano. ¡Medita cuán velozmente te arrastran
las alas del tiempo hacia la eternidad! ¡Y qué eternidad! Ser dejado sobre esta
tierra —futuro escenario de los juicios divinos— mientras que los salvos (tal
vez tus amigos y parientes) han sido arrebatados al cielo. Y eso por haber
cerrado los oídos a la última advertencia que te había sido dirigida por el

Espíritu Santo, por haber escuchado con un corazón incrédulo la postrer oferta
de la gracia de Dios. ¡Qué triste y solemne será esto!
No disfrutar de estas bendiciones será, ciertamente, una pérdida cuantiosa.
Luego, tendrás que encararte aún con la ETERNIDAD. ¡No lo olvides! Serás
resucitado de los muertos por la poderosa voz del Hijo de Dios (Juan 5:25,
29), para ser juzgado delante del gran trono blanco. Allí deberás responder de
cada acto que hayas cometido a lo largo de tu vida, de cualquier palabra torpe
que hayas pronunciado, y hasta de cualquier pensamiento malo o impuro en
los que te habrás recreado durante cuarenta, sesenta, u ochenta años: “la paga
del pecado es muerte”, y como es cierto que Dios no puede mentir, tu suerte
quedará fijada en el lago ardiendo de azufre y fuego. Así, no trates este asunto
a la ligera. Ahora está abierta la puerta de la gracia; Jesús te convida todavía;
los Suyos no han sido arrebatados aún; pero te advierto del peligro y te ruego
acudas a la Refugio mientras haya tiempo.
Jesucristo puede venir en cualquier momento. Presta atención, deja de huir de
Dios y vuélvete hacia Él, arrodíllate a las plantas puras del único Salvador
—del único Mediador entre Dios y los hombres— y confiésale todos tus
pecados. Luego, Él te dará la bienvenida, te bendecirá y te salvará, y Su paz
inundará tu corazón. ¡Bendito sea para siempre tan poderoso Salvador!
“Palabra fiel y digna de ser recibida por todos: que Cristo Jesús vino al
mundo para salvar a los pecadores” 1°. Timoteo 1:15. Gracias a Dios, “aún
hay lugar…” Lucas 14:22.

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